martes, 11 de abril de 2006

VIA CRUCIS 11 DE ABRIL DE 2006. DANIEL BERZOSA LOPEZ

“Con violencia y juicio fue apresado: ¿quién pensaba, entre su generación, que era arrancado de la tierra de los vivos y herido de muerte por los pecados de mi pueblo?... Después de las penas de su alma, verá la luz y quedará colmado. Por sus sufrimientos, mi siervo justificará a muchos, y cargará sobre sí sus maldades. Por eso se le dará en suerte multitudes, masas recibirá como botín, por haberse entregado a sí mismo a la muerte, y haber sido contado entre los pecadores, cuando Él llevaba los pecados de muchos, e intercedía por los pecadores”.

Isaías 53,8.11-12

“Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo. Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono”.

Apocalipsis 3,20-21


Primera estación: JESÚS ES CONDENADO A MUERTE.V.: Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
R.: Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Reflexión
“Tomó entonces Pilato a Jesús y mandó azotarlo. Y los soldados, tejiendo una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza, le vistieron un manto de púrpura y, acercándose a Él, le decían: ¡Salve, rey de los judíos!; y le daban de bofetadas”… Al fin, “Pilato (…) se sentó en el tribunal, en el sitio llamado litóstrotos…” (Jn 19,1-3.13). “Ellos, a grandes voces, instaban pidiendo que fuese crucificado, y sus voces prevalecieron” (Lc 23,23). “Y después se lo entregó para que lo crucificasen” (Jn 19,16a).

Entre el Jueves y el Viernes Santos de Úbeda, Señor Jesús, eres masacrado por el látigo de nuestro pecado, atado a la Columna en el pretorio de San Isidoro; eres mostrado, Ecce homo, de espinas coronado, en el atrio de San Pablo; escuchas, en el estrado de Santa Teresa, con sublime obediencia, tu Sentencia a morir crucificado.

Pero lo que no abandona mi corazón son las voces. Aquellas voces que pedían tu condena y que prevalecieron. Que prevalecen. Voces de la soberbia y la ira; voces de tiniebla; voces que no aceptan su pequeñez ante la Voz de Dios; voces que te acusan por sus propias faltas; voces huérfanas de gracia; voces de almas heridas de muerte, porque no quieren ver la luz. Como la mía cuando me aparto de la verdad; cuando me aparto de tu camino, Señor.

“¡Crucifícale, crucifícale!”, clamo también cada vez que peco. De Adán, heredé el pecado; la salvación de ti, Señor (cf. 1 Cor 15,22), por tu sometimiento a la voluntad del Padre, por tu sacrificio misterioso de muerte para la vida; pues no perdonó Dios a su Hijo, el Justo “por quien todo fue hecho” (Credo), para que por su obediencia llegase “a todos la justificación que da la vida” (cf. Rom 5,12ss).

Me digo con Garcilaso: “No pierda más quien ha tanto perdido” (Soneto VII, 1).

Oración
Señor, al inicio del solemne vía crucis del Martes Santo de Úbeda, imploro tu auxilio con la oración de mi amada Cofradía Penitencial del Cristo de la Noche Oscura:

En las tinieblas densas de mis dudas y ansiedades, de mis egoísmos, de mis preocupaciones y de mi dolor, me acerco a Ti, Cristo de la Noche Oscura. Cada año te acompaño en tu lenta agonía del Vía Crucis Penitencial. Acompáñame, Tú, cada día en mi trabajo, para que tu presencia colme mi vida de fe, de caridad y de amor al sacrificio.

V.: Jesús, pequé.
R.: Ten piedad y misericordia de mí.
Padrenuestro.

Segunda estación: JESÚS CARGA CON LA CRUZ.V.: Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
R.: Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Reflexión
“Tomaron, pues, a Jesús, que, llevando su cruz, salió al sitio llamado Calvario, que en hebreo se dice Gólgota” (Jn 19,16b).

Jesús Nazareno, por la puerta inconsolable y morada de Santa María, sale con su cruz a cuestas, con el cuerpo masacrado de pies a cabeza y el alma inmaculada de principio a fin. Jesús, “el Sumo Sacerdote que nos hacía falta: santo, inocente, inmaculado” (Heb 7,26), ¡a cuestas con una cruz! La cruz de todos los pecados del mundo: su cruz.

Porque no vas, Cristo, con una cruz cualquiera o, mejor dicho, con la cruz de otro, sino con la tuya. La única que puedes llevar.

Nadie puede llevar la cruz de otro sobre sus hombros: la que cada uno lleva es la suya y de nadie más. Y es la medida exacta de su salvación. Lo atestigua San Juan (que saliste llevando tu cruz) y lo dijiste Tú mismo, Señor, respecto de cada uno: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mc 8,34).

He de cargar con mi propia cruz, iluminada desde la tuya, Señor; la que te dio tu Padre para que yo pueda tratar de entender su misterio de amor por mí dos mil años después y que se contiene en esta afirmación del Apóstol del Apocalipsis: “Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único; para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). Para que pueda entender, Señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero, que, por mi salvación, Dios Padre te destinó a morir crucificado en lugar de escoger otro medio; siendo Él, como es, omnipotente.

Oración
Cristo, dame la gracia para amarte como me amas; para amar a los demás como los amas; para poner ese amor en todo lo que haga, en toda relación que entable, en todo pensamiento que tenga; dame gracia para llenar mi corazón de un amor semejante al tuyo por mí. Señor, Amor de Dios, Luz de Dios, Verdad de Dios, dame tu amor para amarte y amar como debo.

V.: Jesús, pequé.
R.: Ten piedad y misericordia de mí.
Padrenuestro.

Tercera estación: JESÚS CAE BAJO EL PESO DE LA CRUZ.
V.: Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
R.: Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Reflexión
Lo profetizó Isaías: “Eran nuestros sufrimientos los que Él llevaba, nuestros dolores con los que cargaba; y nosotros lo creíamos castigado, herido por Dios y humillado. Por nuestros pecados era traspasado, deshecho por nuestras maldades; el castigo que nos daba la salvación cayó sobre Él, y por sus llagas hemos sido curados. Todos nosotros éramos como ovejas errantes, cada cual por su propio camino, y Dios ha hecho caer sobre Él la maldad de todos nosotros” (Is 53,4‑6).

Cuando Jesús de la Caída recorre la Vía Dolorosa en Úbeda, llego a hacerme una idea de lo que debe ser echarse a los hombros mi pecado y el del resto de los hombres. Porque esa cruz que llevas, Señor, siendo, Tú, Dios, al ser la tuya, pesa lo que la salvación de la humanidad entera. ¿Cómo no va a derribarte su peso? Dice la Tradición que hasta tres veces. Lo que me pregunto, Cristo, es cómo fuiste capaz de levantarla siquiera una sola vez.

Sólo encuentro una explicación. Tu amor infinito por nosotros. Lo reiteró el grandísimo papa Juan Pablo II, de inolvidable memoria, en su primera encíclica, Redemptor hominis, que significa “Redentor del hombre”, es decir, Tú, Señor Jesucristo: “Por esto, al Hijo, «a quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros, para que en Él fuéramos justicia de Dios» (2 Cor 5,21; cf. Gál 3,13). Si «trató como pecado» a Aquél que estaba absolutamente sin pecado alguno, lo hizo para revelar el amor que es siempre más grande que todo lo creado, el amor que es Él mismo; porque «Dios es amor» (1 Jn 4,8.16). Y, sobre todo, el amor es más grande que el pecado, que la debilidad, que la «vanidad de la creación» (cf. Rom 8,20), más fuerte que la muerte; es amor siempre dispuesto a aliviar y a perdonar” (9).

Ahora —seguro que no es casualidad—, el papa Benedicto XVI ha dedicado su primera encíclica a esta cuestión y la ha titulado: Deus caritas est, que significa “Dios es amor”. Y comienza su escrito con esas palabras definitivas de la Primera carta de San Juan: «Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16)” (1).

Señor, fuiste capaz de levantarte por tu amor sin límite a mí; porque Tú eres el Amor. Por eso, he de ser capaz de levantarme cada vez que peque, por fidelidad a tu amor y amor a Ti.

Oración
Cristo, con la fuerza del Espíritu Santo, ayúdame a aceptar mi debilidad y a levantarme siempre que caiga bajo el peso de mi cruz.

V.: Jesús, pequé.
R.: Ten piedad y misericordia de mí.
Padrenuestro.

Cuarta estación: JESÚS SE ENCUENTRA CON SU SANTÍSIMA MADRE.V.: Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
R.: Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Reflexión
“Dios mismo os dará una señal: Mirad, la virgen está encinta y da a luz un hijo a quien pone el nombre de Emmanuel” (Is 7,14)… “Sobre sus hombros tiene el imperio, y se le llama: Consejero admirable, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de la paz” (Is 8,5b).

Y ahora, ¿qué, María? En este terrible encuentro en un rincón perdido de Jerusalén, ¿recuerdas las palabras del ángel: “No temas, María, porque Dios te ha favorecido. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin” (Lc 1,31-33)?; o ¿recuerdas la profecía de Simeón: “Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón” (Lc 2,34-35)?

Te dices: “Tengo el corazón roto, machacado, destrozado, como predijo Simeón; pero también tiene que ser verdad lo que dijo el ángel, porque Dios es veraz (Jn 3,33)”. Y, sin embargo, ¿dónde está ahora ese “reino sin fin” de tu Hijo? Tus ojos de carne ven un condenado a muerte, con su cuerpo destrozado por la barbarie del látigo y la espina. Lo que ven los ojos de tu Corazón Inmaculado cuando se cruzan con los del Sagrado Corazón de tu Hijo es un alma rebosante de divina paciencia y mansedumbre, que te dice: “En el libro está escrito de mí: Dios mío, yo quiero hacer tu voluntad; tu ley está en el fondo de mi alma” (Sal 40,8). Entonces, tú, como en la Anunciación, le respondes, hablándole desde esos ojos purísimos: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38); mientras de tus ojos humanos brota un manantial de Lágrimas, que gritan: “¡Oh, vosotros, cuantos por aquí pasáis! ¡Mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor” (Lam 1,12).

Oración
Cristo, me vuelvo a ti por medio de tu Santísima Madre, omnipotencia suplicante, a través de la oración de San Bernardo:

Acuérdate, ¡oh, piadosísima Virgen María!, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a tu protección, implorando tu asistencia y reclamando tu socorro, haya sido abandonado de ti. Animado con esta confianza, a ti también acudo, ¡oh, Madre, Virgen de las vírgenes! Y, aunque gimiendo bajo el peso de mis pecados, me atrevo a comparecer ante tu presencia soberana; no deseches mis súplicas, ¡oh, Madre de Dios!, antes bien, inclina a ellas tus oídos y dígnate atenderlas favorablemente.

V.: Jesús, pequé.
R.: Ten piedad y misericordia de mí.
Padrenuestro.

Quinta estación: EL CIRENEO AYUDA A JESÚS A LLEVAR LA CRUZ.
V.: Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
R.: Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Reflexión
“Y requisaron a un transeúnte, un cierto Simón de Cirene, que venía del campo, el padre de Alejandro y Rufo, para que tomara la cruz” (Mc 15,21).

El Cireneo no accede a ayudarte de grado, Señor. Han de obligarlo. Seguro que le avergüenza que a él, un hombre honrado, lo vean ayudando a un condenado, reo de muerte y en cruz. Sin embargo, conforme avanza contigo, sucede algo maravilloso. Al menos, lo interpreto así. Simón Cireneo piensa que te ayuda —y es cierto—; lo que no se imagina es que, mientras arrima el hombro, mientras camina a tu paso, mientras alivia tu carga, se está ayudando a sí mismo; su alma se va impregnando del espíritu de verdad, indisociable de esa cruz, tu cruz, la cruz de nuestra salvación. De la verdad que eres Tú, Señor Jesús.

Es un proceso invisible en el que la soberbia del alma humana se diluye hasta desaparecer en el océano eterno de tu amor. Al final de su trayecto contigo, el Cireneo se ha llenado de humildad y mansedumbre; ha comprendido y ha aceptado. Se ha hecho discípulo tuyo, se ha hecho de ti, Cristo Jesús; se ha dado cuenta de que es otro hombre, como dice el Apóstol de las Gentes: “De modo que si alguien es de Cristo es una criatura nueva; el ser viejo ha pasado y ha aparecido el nuevo” (2 Co 5,17).

Ya sé que mi cruz es mía y sólo mía, Jesús. Pero ahora sé también que me pueden ayudar a llevarla y, claro es, que puedo y debo ayudar a los demás a llevar la suya.

Este episodio de tu Pasión, Señor —a mi juicio—, se suma al fundamento del edificio del mandamiento nuevo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Cuando en la economía de la redención, Jesús, Salvador del Mundo, deja que un hombre lo asista y se asocie a Él en su misión de esta forma tan dramática y peculiar, adquieren sentido las palabras de Benedicto XVI: “Jesús, haciendo de ambos un único precepto, ha unido este mandamiento del amor a Dios con el del amor al prójimo, contenido en el Libro del Levítico: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (19, 18; cf. Mc 12, 29- 31)” (Enc. Deus caritas est, 1).

Oración
Cristo, quiero ser discípulo tuyo; quiero, Jesús, ser “una criatura nueva”. Señor, Cordero de Dios, que quitas la mancha y el mal del mundo, ayúdame a llevar mi cruz y ayúdame para que auxilie a los demás en su cruz.

V.: Jesús, pequé.
R.: Ten piedad y misericordia de mí.
Padrenuestro.

Sexta estación: LA VERÓNICA LIMPIA EL ROSTRO DE JESÚS.V.: Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
R.: Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Reflexión
“Que el Señor te bendiga y te guarde. Que el Señor haga resplandecer su faz sobre ti y te dé su gracia. Que el Señor vuelva su rostro y te traiga la paz” (Num 6,24-26).

No se habla de esta mujer en los Evangelios. Lo más plausible es que su nombre responda a lo que hizo al paso del Señor, camino de la Crucifixión. La Verónica se abre paso entre la multitud y los soldados, y enjuga el sudor y la sangre del rostro de Jesús con un velo, en el que se imprime para siempre la verdadera imagen o vero icono del Salvador.

Me sobrecoge intuir que ella sepa. Porque, por su determinación, parece que sabe a quien se dirige. Que sepa, como San Pedro, que Jesús es “el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 15-16). Que sepa también que el rostro de Dios está en el del Hijo; porque Jesús dijo: “Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14, 9). Más aún, que sepa que el nombre del Mesías no es porque sí, sino porque Él es El Salvador, indicación del ángel a la Virgen en la Encarnación: “Le pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21b). Y, en fin, que sepa, con Isaías, que “fue su Salvador en todas sus angustias. No un mensajero ni un ángel, su Rostro fue quien los salvó” (Is 63,8c-9).

Sólo por tu gracia, Señor, es posible que la Verónica hubiera discernido tanto misterio y lo ofreciese al mundo con tal discreción, sencillez y elocuencia. Y si no es así, sólo por el resultado de su acción, es todo un ejemplo a imitar. Cuando menos, atraviesa la muchedumbre por piedad. Cosa que nadie, salvo Tu Madre, ha hecho. Y Tú, amor de los amores, le devuelves su gesto valeroso con la estampa de tu Santo Rostro, que es la faz del amor.

En Úbeda, Señor, invocamos tu Gracia por medio de tu Santísima Madre el Lunes Santo y todos los días del año en su santuario del Gavellar. Por eso, Cristobillas sonríe desde el cielo, como cuantos se han ido en la esperanza de la advocación ubetense de la Madre de Dios; porque la Virgen de Guadalupe es también “virgen de gracia” y sale al encuentro de todos sus hijos hasta el fin de los tiempos por el camino verde y amarillo del Gavellar eterno. Como en Jerusalén te encontraron tu Madre y la Verónica.

Oración
Cristo, derrama tu gracia sobre nosotros para que actuemos a tu santo servicio con firmeza, discreción y eficacia, como hizo la Verónica y, con San Agustín, te decimos: Cristo Jesús, da lo que mandes y manda lo que quieras.

V.: Jesús, pequé.
R.: Ten piedad y misericordia de mí.
Padrenuestro.

Séptima estación: JESÚS CAE A TIERRA POR SEGUNDA VEZ.
V.: Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
R.: Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Reflexión
“Era maltratado y se sometía, y sin abrir la boca: como cordero llevado al matadero, como una oveja muda ante los esquiladores, y no abría la boca” (Is 53,7). Pero “en su amor y su misericordia, Él mismo nos rescató y cargó con nuestros pecados y los ha llevado” (Is 63,9).

Pese a la ayuda de Simón de Cirene, el peso de los pecados del mundo —los míos también— es mucha carga. Tu cuerpo, debilitado por la sangría de las múltiples heridas, y tu ánimo, sin duda reducido por la atroz hostilidad de quienes te insultan y escupen a tu paso, vuelven a fallar y te hundes, Señor, bajo el peso inconmensurable de tu cruz.

Pero a lo mejor, en esta ocasión, no te derribó el madero en sí, sino algún recuerdo particular que te hizo desalentarte de cuajo. Como nos sucede a nosotros a veces y nos quedamos sin fuerzas de repente para seguir con lo que estábamos haciendo. Pues si eres, como creemos, “verdadero Dios y verdadero hombre” (Catecismo, cn. 464), pudo ser que tu naturaleza humana se viese sorprendida por un recuerdo tan terrible que decapitase tu voluntad de un tajo invisible y brutal, y ello, junto a todo lo demás, fuese la causa de esta segunda caída. A lo mejor, en el instante anterior a desplomarte, recordaste el momento infame de tu Prendimiento; en el que, de forma especialmente cruel, tu amor y misericordia sin medida recibieron como pago el beso de Judas, que te atravesaría el corazón como el silencioso cuchillo del matarife penetra el del mudo “cordero llevado al matadero”.

Sea como fuere, te levantaste y reemprendiste tu camino: el de nuestra redención. Había un plan que cumplir y lo harías contra polvo y ceniza. Así lo explica Benedicto XVI: “Este actuar de Dios adquiere ahora su forma dramática, puesto que, en Jesucristo, el propio Dios va tras la «oveja perdida», la humanidad doliente y extraviada” (Enc. Deus caristas est, 12).

Hay que levantarse siempre para seguir la estela de tu ejemplo, Señor; por dura, grande o fuerte que sea la caída. Levantarse, mirar de frente y seguir, en la confianza de que Tú nos has dicho: “Te basta mi gracia, pues mi poder se desarrolla en la flaqueza” (2 Co 12,9).

Oración
Cristo, piedra desechada por los arquitectos y convertido en piedra angular, Amor eterno y silencioso, Misericordia encarnada, no permitas que me deje vencer por el mal, antes dame tu Espíritu para que siempre me sobreponga a él y lo venza a fuerza de bien.

V.: Jesús, pequé.
R.: Ten piedad y misericordia de mí.
Padrenuestro.

Octava estación: JESÚS CONSUELA A LAS HIJAS DE JERUSALÉN.
V.: Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
R.: Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Reflexión
“Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él nada sano: heridas, contusiones, llagas vivas, no curadas, ni vendadas, ni suavizadas con aceite” (Is 1,6). “Jesús se volvió a ellas y les dijo: ‘Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad por vosotras y por vuestros hijos…; porque, si esto hacen al leño verde, ¿qué no harán al seco?’” (Lc 23,28.31).

Señor, a lo largo de tu Pasión en Úbeda, tus hijas María del Amor, María de la Esperanza, María de la Caridad, María de la Fe, María de las Penas, María de los Dolores Nazarena, María de la Amargura, María de los Dolores al pie de la Cruz se golpean el pecho y se lamentan también por Ti, junto a “mucha gente del pueblo” (Lc 23,27), como aquellas mujeres de Jerusalén a las que consolaste.

No obstante, si hubiera que señalar a alguna de tus hijas, “la mayor de todas”, según San Pablo, es Caridad: “Subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1 Cor 13,1-7.13). Porque Tú, Señor Jesucristo, que eres Dios, eres caridad, eres amor, eres el Amor (cf. 1 Jn 4,16).

Después de tanto dolor infligido, un hombre esperaría de un castigado el mayor juramento posible de venganza. No forma esa actitud parte de tu herencia, Señor; no es esa tu misión. Y así, pese a la advertencia profética a las mujeres que te lloran, de que se guarden de los hombres que te han conducido a la muerte, tu amor por nosotros, tu caridad para nosotros (que ningún hombre puede ni sabe medir) hará que, antes de partir al Padre (cf. Jn 16,10), clavado en el madero, desangrándote, expirando, nos constituyas con solemnidad y sencillez, sin acepción de personas, hijos de la Santísima Virgen (cf. Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 58), haciéndonos hermanos tuyos con palabras que abren las puertas del Paraíso: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”… “Hijo, he ahí a tu madre” (cf. Jn 19,26-27).

Frente a mi llanto por ti, Señor, me consuelas; y frente a la iniquidad de mi pecado, Señor, no sólo no albergas ningún atisbo de venganza contra mí, sino que, aun crucificado, me regalas la filiación con tu Madre, Hija de Dios Padre y Esposa de Dios Espíritu Santo.

Oración
Cristo, Redentor del mundo, ante el desconsuelo de los que nos compadecemos con tu Pasión, derrama tu bondad inagotable en nuestros corazones suplicantes y aumenta, inspirados por Ti, nuestra fe, esperanza y caridad.

V.: Jesús, pequé.
R.: Ten piedad y misericordia de mí.
Padrenuestro.

Novena estación: JESÚS CAE POR TERCERA VEZ.V.: Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
R.: Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Reflexión
“Aquí está mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido, en quien mi alma se complace. He puesto en Él mi espíritu, para que proclame el derecho a las naciones. No grita, no alza el tono, no deja oír por las calles su voz; no rompe la caña cascada, ni apaga la mecha humeante. Proclama fielmente el derecho; no desfallece, no desmaya, hasta implantar en la tierra el derecho, porque las islas esperan su doctrina” (Is 42,1-4).

Tu misericordia infinita, Señor; tu caridad inagotable hace que te vuelvas a levantar una y otra vez. Hasta tres veces, camino del Calvario, dice la Tradición; y así lo meditamos. Pero si hubieran tenido que ser setenta veces siete, setenta veces siete te hubieras alzado. Estoy seguro, Jesús. Porque tu misericordia es infinita, Señor; tu caridad inagotable.

Esto y sólo esto puede explicar tu entrega total y serena a la voluntad del Padre tras la misteriosa lucha sostenida durante la Oración en el Huerto de los olivos, preludio de tu Pasión, Jueves Santo de Úbeda; a la que sigue tu determinación por no abandonar tu cruz, sabiendo que caminas para morir… por nuestra salvación, sí; pero, antes, para morir Tú, Jesús.

Sólo puedo imaginarme ese divino abandono en las manos del Creador por medio de San Juan de la Cruz. En la última estrofa de sus Canciones del alma que se goza de haber llegado al alto estado de la perfección, que es la unión con Dios, por el camino de la negación espiritual (ésas que empiezan “En una noche oscura…”), más que cantar, susurra: “Quedéme y olvidéme, / el rostro recliné sobre el amado; / cesó todo, y dejéme; / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado” (8).

Al levantarte, Jesús, una y otra vez (y ésta es ya la tercera), me indicas que siempre estás dispuesto a perdonarme, a acogerme como al “hijo pródigo”. Porque tu misericordia es infinita, Señor; tu caridad inagotable. Al levantarte, Jesús, me levantas contigo de mis caídas. ¡Señor Dios, Cristo Jesús, qué inabarcable es tu misericordia, qué inmensa tu caridad!

Oración
Cristo, “Dios clemente y misericordioso” (Ex 34,6), puesto que en Ti “vivimos, nos movemos y existimos” (Act 17,28), y en la esperanza de la resurrección aguardamos (Credo), concédenos la luz de la fe y el don de la caridad, para que, reconociéndote como el único Mediador y Redentor del mundo, nos mantengamos fieles a ti y superemos siempre nuestras caídas en el camino de la perfección cristiana.

V.: Jesús, pequé.
R.: Ten piedad y misericordia de mí.
Padrenuestro.

Décima estación: JESÚS ES DESPOJADO DE SUS VESTIDURAS.
V.: Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
R.: Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Reflexión
Un día la gente te aclamó: “¡Viva! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡El rey de Israel!” (Jn 12,12-13). Otro día, Pilato te preguntó: “¿Eres tú el rey de los judíos?” (Mt 27,11b); los que urdieron tu muerte y los que la ejecutaron se burlaron de ti: “¡El Mesías, el rey de Israel!; que baje ahora de la cruz, para que veamos y creamos” (cf. Mc 15,31-32); y: “Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo” (cf. Lc 23,36‑37). Luego, los jefes judíos quisieron rectificar a Pilato, diciéndole: “No escribas ‘El rey de los judíos’, sino que él dijo: ‘Soy rey de los judíos’. Pilato respondió: ‘Lo que he escrito, escrito está’” (cf. Jn 19,21-22).

Tu último viaje a Jerusalén, Señor, el de tu Entrada Triunfal, en Úbeda y en todo el orbe católico, tiene su memorial el Domingo de Ramos. Pero Jesús, ¿qué clase de rey eres tú, cómo es tu realeza, en qué consiste tu majestad? El poder de la realeza, de la majestad de un rey no consiente una humillación ominosa como a la que te someten los soldados en el pretorio, cuando te visten “una túnica de púrpura”, te clavan “una corona trenzada de espinas” y te saludan diciéndote: “¡Viva el rey de los judíos!”; mientras te golpean “la cabeza con una caña”, te escupen y hacen como que te reverencian “doblando la rodilla” (cf. Mc 15,16-19). ¿Dónde están tus huestes? ¿Dónde, tus leales hasta la muerte, que impidan que cargues con la cruz hasta donde se va a verificar tu muerte? ¿Dónde están ahora, en que eres despojado de todo; ahora que tu cuerpo, todo llaga, es mostrado desnudo? Ya se lo has dicho a Pilato, pero no lo ha entendido (nadie lo hubiera hecho entonces): “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mis súbditos lucharían para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi reino no es de aquí” (Jn 18,36).

La realeza de Cristo Rey, Eterno y Sumo Sacerdote (cf. Heb 5,10), del reino de Dios, es la del amor con el que nos amas, Señor. Es el Espíritu de Dios que infunde ese mismo amor en los corazones humanos (cf. Rom 5,5). Benedicto XVI, en su homilía del Domingo de Ramos pasado, ha recordado las tres características que, según el profeta Zacarías, tiene tu realeza; ésta son “pobreza, paz y universalidad” (cf. Zc 9,9-10); y se hallan “en el signo de la Cruz”…, “auténtico árbol de la vida”, que no se alcanza “adueñándonos de ella, sino dándola”… “El amor es entrega de nosotros mismos y, por este motivo, es el camino de la vida auténtica simbolizada por la Cruz”.

Oración
Cristo, ayúdame a convertir tu despojo en triunfo, dándome las virtudes de la humildad, la generosidad, la castidad, la paciencia, la templanza, la caridad y la diligencia.

V.: Jesús, pequé.
R.: Ten piedad y misericordia de mí.
Padrenuestro.

Undécima estación: JESÚS ES CLAVADO EN LA CRUZ.
V.: Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
R.: Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Reflexión
“Cuando llegaron al lugar llamado Calvario, lo crucificaron allí, y a los dos malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda” (Lc 23,33). “Lo crucificaron y se repartieron sus vestidos, echando suertes sobre ellos para saber lo que había de tomar cada uno. Era la hora de tercia cuando lo crucificaron” (Mc 15,24-25).

Canta el salmo: “Han taladrado mis manos y mis pies; han contado todos mis huesos. No me pierden de vista, me vigilan; se reparten mi ropa y se sortean mi túnica” (Sal 21,17-19). Pero, escribe San Juan, “no se le romperá hueso alguno” (Jn 19,36b).

Lo humanamente sobrecogedor, ¡oh, Cristo de la Noche Oscura!, es que “teniendo la naturaleza de Dios”, no juzgaste “como codiciable tesoro” el mantenerte “igual a Él”, sino que te ignoraste a ti mismo, “tomando la naturaleza de siervo”, haciéndote semejante a los hombres; y en esta condición de hombre, te humillaste a ti mismo haciéndote “obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz” (cf. Flp 2,6-8).

Este momento (tus manos y pies atravesados por los clavos de la ignominia; tu santísimo cuerpo escarnecido y desangrándose, que es alzado sobre el Calvario, auténtico altar del sacrificio) y el de la institución de la Eucaristía durante la Santa Cena —que en Úbeda ocurre el Miércoles Santo y tiene su eco el Domingo de Pascua en la procesión del Santísimo Sacramento— son indisociables de la misa celebrada por la Iglesia: “Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche que le traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la Cruz, y a confiar así a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad; banquete pascual, en el cual se recibe como alimento a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de gloria venidera” (Conc. Vat. II, Const. Sacrosantum Concilium, 47).

Oración
Cristo, clavado y alzado en la Cruz, Amor crucificado, llena mi corazón de tu amor, para que reconozca en ella el signo de tu redención; para que acepte que toda esperanza viene de ti, que curas mis enfermedades; para que asuma que si mis faltas son muchas y grandes, mayor y más grande es tu misericordia si confío y permanezco en ti.

V.: Jesús, pequé.
R.: Ten piedad y misericordia de mí.
Padrenuestro.

Duodécima estación: JESÚS MUERE EN LA CRUZ.V.: Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
R.: Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Reflexión
“Y se le dio un sepulcro entre los malvados, en su muerte se le puso entre malhechores, aunque Él no cometió nunca injusticia, ni hubo engaño en su boca. Pero plugo a Dios atribularle con sufrimientos” (Is 53,9). “Uno de los malhechores crucificados lo insultaba… Pero el otro (…) lo reprendía, diciendo: ¿Ni tú, que estás sufriendo el mismo suplicio, temes a Dios?… Y decía: Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. Él le dijo: En verdad te digo, hoy serás conmigo en el paraíso” (Lc 23,39-43).

La lonja de la Trinidad es el Gólgota de Úbeda. Cristo exhala sus últimas bocanadas de aire antes de precipitarse al abismo de su Expiración. Muere “Dios-con-nosotros”, que, por designio de su Padre, es la Buena Muerte para que el hombre viejo se regenere en nuevo.

“Desde la hora de sexta las tinieblas cubrieron toda la tierra hasta la hora de nona. Hacia la hora de nona exclamó Jesús con voz fuerte, diciendo: Eloí, Eloí, lemá sabaktaní! Que quiere decir: Díos mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mt 27,45-46). Jesús, dando una gran voz, dijo: Padre, todo está acabado, en tus manos entrego mi espíritu; y diciendo esto, inclinó la cabeza y expiró (cf. Lc 23,46; Jn 19,30).

Oración
Cristo, clamo a Ti por boca y espíritu de San Ignacio de Loyola:
Alma de Cristo, santifícame.
Cuerpo de Cristo, sálvame.
Sangre de Cristo, embriágame.
Agua del costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, confórtame.
¡Oh, buen Jesús!, óyeme.
Dentro de tus llagas, escóndeme.
No permitas que me aparte de ti.
Del maligno enemigo, defiéndeme.
En la hora de mi muerte, llámame,
y mándame ir a ti,
para que con tus santos te alabe
por los siglos de los siglos.

V.: Jesús, pequé.
R.: Ten piedad y misericordia de mí.
Padrenuestro.

Décimotercera estación: JESÚS ES BAJADO DE LA CRUZ Y ENTREGADO EN BRAZOS DE SU MADRE.V.: Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
R.: Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Reflexión
“Un varón de nombre José, que era miembro del consejo, hombre bueno y justo (…), originario de Arimatea, (…) se presentó a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús; y bajándolo, lo envolvió en una sábana”… (Lc 23,50-53a). Junto a la cruz de Jesús, estaba su Madre (cf. Jn 19,25).

María permanece junto a la Cruz con el corazón anegado de Angustias. Tras el Descendimiento de Jesús muerto, ponen el cuerpo sin vida del Hijo en los brazos de su Madre. Los Evangelistas no dicen nada sobre los sentimientos de la Santísima Virgen; tampoco dicen una palabra acerca de los suyos. ¿Respeto, pudor, incapacidad para expresarlos?

La verdad es que tampoco sé muy bien como traducir mi desolación, cuando el Viernes Santo esta escena se rememora en Úbeda o cuando, en cualquier momento, medito esta penúltima estación del vía crucis. Ofrezco estos versos de Isaías, que parecen hechos para la Semana Santa y para un pueblo olivarero como el nuestro:

“La tierra está de luto, maldita; mustio y marchito el universo, cielo y tierra están mustios. / La tierra está profanada bajo los pies de sus habitantes, porque han transgredido la ley y violado el precepto, han roto la Alianza eterna (…). De luto está el vino, la viña languidece, todos los que tenían el corazón alegre gimen. / Ha cesado la alegría de los tambores (…). / La ciudad de la nada está en ruinas, cerrada la entrada en toda casa. Lamentos por las calles (…). / Sólo devastación queda en la ciudad, la puerta está rota y en ruinas. Pues en la tierra, entre los pueblos, sucede como en el vareo de la aceituna, como en la rebusca de la uva, después de la vendimia” (Is 24,4-5.7-8a.10-11a.12-13).

Oración
Cristo, en ti me refugio, recurriendo a tu Santísima Madre, por medio de la Salve:

Dios te salve, Reina y Madre de Misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra. Dios te salve. A ti llamamos, los desterrados hijos de Eva; a ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas. Ea, pues, Señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos, y después de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. ¡Oh, clementísima! ¡Oh, piadosa! ¡Oh, dulce siempre Virgen María!

V.: Jesús, pequé.
R.: Ten piedad y misericordia de mí.
Padrenuestro.

Décimo cuarta estación: JESUS ES DEPOSITADO EN EL SEPULCRO.
V.: Te adoramos, Cristo, y te bendecimos.
R.: Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Reflexión
José de Arimatea “lo depositó en su propio sepulcro, del todo nuevo, que había sido excavado en la peña; y corriendo una piedra grande a la puerta del sepulcro, se fue” (Mt 27,60).

La peña de Úbeda se llama “Iglesia Mayor Colegial de Nuestra Señora de los Reales Alcázares y Nuestra Señora de la Asunción” (Ruiz Prieto, Historia de Úbeda, p. 280), de todos conocida como Santa María, y por su Puerta de la Adoración se accede al Santo Sepulcro de Nuestro Señor todos los Viernes Santos. Allí, Jesús, tiene lugar tu Santo Entierro y allí yaces; mientras tu Santísima Madre, que te ha seguido desde Nazaret, es decir, desde San Millán, queda en la más absoluta Soledad; como nos quedamos, Señor, nosotros sin ti.

Acongojado por la tristeza y el dolor, espero y confío en el día glorioso de tu Resurrección. Porque sin ella, Señor, como reconociera San Pablo, nuestra fe es vana (cf. 1 Cor 15,14). Y me calmo recordando las palabras que aquellos dos hombres “con vestidos deslumbrantes” les dijeron a las mujeres que fueron “el primer día de la semana, al rayar el alba”, a tu sepulcro: “Recordad lo que os dijo estando aún en Galilea: Que el Hijo del hombre debía ser entregado en manos de pecadores, ser crucificado y resucitar el tercer día” (cf. Lc 24,1-7).

Y Tú, Señor mío, eres El Resucitado y me traes la Paz todos los Domingos de Pascua desde la iglesia de San Nicolás. Y, también, me resucitas y hallo la paz, cuando me reconcilio contigo y vivo según tu voluntad; porque absolutamente solo, sin rumbo, en tinieblas estoy, cuando de ti me aparto: de ti, que eres “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6), “¡oh, Señor!, Roca mía y Redentor mío” (Sal 19,15).

Oración
Cristo, al acabar este vía crucis del Santo Martes de Úbeda, invoco tu ayuda para no apartarme de ti y resucitar contigo, mediante la oración atribuida a San Francisco de Asís:

Señor, haz de mí un instrumento de tu paz: donde haya odio, ponga yo amor; donde haya ofensa, ponga yo perdón; donde haya discordia, ponga yo armonía; donde haya error, ponga yo verdad; donde haya duda, ponga yo la fe; donde haya desesperación, ponga yo esperanza; donde haya tinieblas, ponga yo la luz; donde haya tristeza, ponga yo alegría. Que no me empeñe tanto: en ser consolado, como en consolar; en ser comprendido, como en comprender; en ser amado, como en amar. Porque dando, se recibe; olvidándose de sí, se encuentra; perdonando, se es perdonado; muriendo, se resucita a la Vida.

V.: Jesús, pequé.
R.: Ten piedad y misericordia de mí.
Padrenuestro.


“Una voz manda: ¡Grita! Yo digo: ¿Qué he de gritar? Todo mortal es hierba, toda su gloria como flor del campo. La hierba se seca, la flor se marchita, cuando el soplo del Señor le llega. ¡Sí, el pueblo es la hierba! La hierba se seca, la flor se marchita, la palabra de nuestro Dios permanece por siempre”
Isaías 40,6-8

“«Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo»… «Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre» (…) Muchos de sus discípulos, al oírle, dijeron: «Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?»… Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él (…) Jesús dijo entonces a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?». Le respondió Simón Pedro: «Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios»”.
Juan 6,51.55-58.60.66.67-69

Madrid, 11 de abril de 2006
Laus Deo et Beata Vergine Maria