MARTES SANTO 2013
VIACRUCIS
COFRADIA PENITENCIAL DEL CRISTO DE LA NOCHE OSCURA
UBEDA (JAEN)
JUAN IGNACIO DAMAS LOPEZ
,— INTRODUCCIÓN —,
Éste es el
viacrucis del Martes Santo de Úbeda. El viacrucis de la Cofradía del Cristo de la Noche Oscura. Pero
en el camino de esta noche caben todos.
Caben los
cofrades y los que no lo son. Caben las mujeres y caben los hombres. Los que
tienen fácil la vida y los que se sienten abrumados por los pesos que les han
ido cayendo encima y no saben de dónde sacar fuerzas. Caben los viejos, que por
ley de vida no son ya jóvenes, aunque algunos para consolarse dicen que lo son
de espíritu. Caben también los jóvenes que son viejos, los que están cansados y
aburridos como si hubiesen andado ya un camino largo de ochenta años. Los que
sonríen y los que se sienten solos y tienen ganas de llorar...
En este
viacrucis caben todos, aunque un día sólo cupo uno: Jesús. Aquel fue su
exclusivo viacrucis, el camino-de-la-cruz original y primigenio. Pero desde entonces
todos los viacrucis de la historia se han unido al primero. En todos está
Cristo, y en todos andan los otros «cristos», los hermanos de Cristo, los hijos
de Dios. Cargan con la cruz; son traicionados y vejados; caen, no tres veces,
sino tres mil; en unas ocasiones se levantan de nuevo y en otras quedan en el
suelo extenuados; son colgados de la cruz; criticados, apaleados, juzgados, abucheados,
rechazados, torturados; y Cristo va siempre con ellos. Viacrucis de Jesús, y de
sus hermanos, los hijos de Dios. El viacrucis no es sólo camino: es lugar y
ocasión de encuentro. Encuentro de Cristo y sus hermanos; encuentro de los
hermanos de Cristo entre sí.
Pretende
este viacrucis nuestro ser un reflejo del auténtico. Del camino-de-la-cruz que
recorrió Jesús, nuestro Maestro y Señor. Un camino que no comenzó en el monte
de los olivos, sino mucho antes. En su bautismo, cuando se metió en mitad de la
fila de los que acudían donde Juan, Jesús comenzó a cargar la cruz —las cruces—
del mundo. De su mundo, del que a él le tocó vivir.
Tenía muchas
cruces aquel mundo: la pobreza y la injusticia; el rechazo de los«pecadores»;
la prepotencia de los poderosos de la religión y del imperio; losgritos de
auxilio de las viudas y los huérfanos; la violencia y el deseo de venganza presente
en los corazones de un pueblo siempre oprimido, siempre machacado... Jesús
cargó con aquellas, y a un tiempo con todas las cruces que estaban por venir.
También con las cruces del mundo que nos ha tocado vivir a nosotros.
Hacer el
viacrucis es, pues, ver a Cristo. Y verlo cargado con su cruz, con sus cruces,
que son las nuestras.
En este
viacrucis, al mismo tiempo que escuches la pasión del Señor, tal y como el
evangelista Lucas nos la transmitió, vas a escuchar también la voz de algunos testigos
que la presenciaron en primera persona. Testigos de la pasión. María, Pedro,
Pilato, una mujer, Simón... sólo hemos podido dejar hablar a catorce, porque
son catorce las estaciones. Pero hubo muchos más testigos. Si tú y yo creemos
hoy es por el testimonio que ellos dejaron.
Y hoy, en
nuestro mundo actual, sigue habiendo más testigos. Gente que continúa contemplando
con estupor, con asombro, con impotencia, con rabia, con indiferencia... la
pasión de Cristo, la pasión de todos los hermanos de Cristo, la pasión de todos
los cristos. También a estos testigos queremos dejarles hablar esta noche,
haciéndoles un hueco de silencio en nuestros corazones. Estáte
atento. No
te pierdas su testimonio. Probablemente lo necesitas. Además, seguro que
incluso tú eres también testigo.
Como ves, lo
que te estoy intentado decir de diversas maneras es que en este viacrucis
también cabes tú. Cabes en cada estación. Y en cada personaje.
No pienses
que eres sólo el que —como Cristo— sufres. También eres el que hace sufrir.
Eres Jesús. Pero también eres Pedro y Judas. La mujer que lloriquea y el Pilato
que se lava las manos.
El discípulo
que por miedo se aparta de la cruz y el centurión pagano que conoce en Jesús al
Hijo de Dios cuando ve su forma de morir. Tú eres el soldado que azota y
Verónica que seca el rostro. Tú, el ladrón bueno, pero también el malo.
En este
viacrucis también cabes tú. No te quedes fuera mirando. Entra en nuestro camino,
que es el camino de la cruz de Jesús.
Y tráete tu
paisaje. Porque éste no es sólo el viacrucis de Jerusalén. Es también el de
Úbeda y el de Jaén y el de Marruecos y el de Palestina y el de Siria...
No sólo
aquella ciudad, sino la aldea global —el pueblo de todos los pueblos de la
tierra— se llena de tinieblas con la muerte de Jesús y espera con ansias que
salga de la tumba nueva el Sol que no conoce ocaso.
Únete a
nosotros. No te quedes atrás. No camines solo. Es más difícil hacer solos este
camino. Disfruta del encuentro, de los
encuentros. Puedes necesitar un cireneo porque tu cruz sea demasiado pesada. O
—¿quién sabe?— a lo mejor te cargan la cruz de otro que tiene menos fuerza que
tú.
[
PRIMERA ESTACIÓN
CENA
,— LA PALABRA —,
Cuando llegó
la hora, se sentó a la mesa y los apóstoles con él y les dijo: «Ardientemente he
deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer, porque os digo que ya
no la volveré a comer hasta que se cumpla en el reino de Dios».
Y, tomando
un cáliz, después de pronunciar la acción de gracias, dijo: «Tomad esto,
repartidlo entre vosotros; porque os digo que no beberé desde ahora del fruto
de la vid hasta que venga el reino de Dios».
Y, tomando
pan, después de pronunciar la acción de gracias, lo partió y se lo dio, diciendo:
«Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía».
Después de
cenar, hizo lo mismo con el cáliz, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en
mi sangre, que es derramada por vosotros».
Se produjo un
altercado a propósito de quién de ellos debía ser tenido como el mayor. Pero él
les dijo: «Los reyes de las naciones las dominan, y los que ejercen la
autoridad se hacen llamar bienhechores. Vosotros no hagáis así, sino que el mayor
entre vosotros se ha de hacer como el menor, y el que gobierna, como el que
sirve» (Lc 22,14-26).
,— EL TESTIGO
—,
Fue
algo inaudito. A pesar de que era lo más normal del mundo. Una cena de pascua.
Yo había asistido cada año, desde pequeño, a la cena. Y no fue la primera que
celebramos con Jesús. Pero esta, además de última, fue especial.
Creo
que ninguno de nosotros acertó a entender del todo el alcance de lo que estaba
ocurriendo. Pedro se enfadó muchísimo cuando Jesús se puso a lavarnos los pies.
Los demás nos callamos, pero no sabíamos lo que pasaba. Luego nos dijo que
también teníamos que hacerlo nosotros.
Ciertamente
el Reino no era lo que nosotros pensábamos. Y mira que nos habló veces para
aclararnos las ideas. Incluso esa misma noche, después de la
cena,
empezamos a bromear sobre quien era el más importante de todos nosotros.
Pero
la broma acabó casi en una pelea. Y Jesús nos recriminó duramente. Nos dijo que
si es que no habíamos aprendido nada del gesto que había hecho; que había
actuado con nosotros como un criado, él, al que llamábamos «maestro», y
nosotros nos peleábamos por ponernos por encima unos de otros.
Después
de lo del lavatorio, vino lo otro, lo del pan. Y al final de la cena, la bendición
de la copa. Dos gestos que siempre se hacen, pero que él cambió profundamente y
con gran desconcierto nuestro.
Parecía
que ya se estaba muriendo en esa cena. Como si hubiera adivinado todo lo que se
le venía encima. Y nosotros —la mayoría— estábamos aún ajenos. Hizo falta que
pasara lo peor para que entendiésemos el sentido de aquella comida de fraternidad,
que después de su resurrección se convirtió en la reunión más importante para
los que lo seguimos.
Los
creyentes ya no podemos tener excusa. Tampoco vosotros, que escucháis mi voz
después de tantos años: si no os ponéis en actitud de servicio, si no estáis dispuestos
a la entrega, no tenéis derecho a decir que sois discípulos suyos.
Tomás,
discípulo de Jesús
,— LA ORACIÓN —,
Padre
nuestro...
Cristo por
nosotros se sometió
incluso a la
muerte
y una muerte
de cruz.
Hermanos,
decid conmigo:
«¡Bendito
sea!»
[
SEGUNDA ESTACIÓN
ORACIÓN
,— LA PALABRA —,
Salió Jesús
y se encaminó, como de costumbre, al monte de los Olivos, y lo siguieron los discípulos.
Al llegar al
sitio, les dijo: «Orad, para no caer en tentación».
Y se apartó
de ellos como a un tiro de piedra y, arrodillado, oraba diciendo: «Padre, si
quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la
tuya».
Y se le
apareció un ángel del cielo, que lo confortaba.
En medio de
su angustia, oraba con más intensidad. Y le entró un sudor que caía hasta el
suelo como si fueran gotas espesas de sangre.
Y,
levantándose de la oración, fue hacia sus discípulos, los encontró dormidos por
la tristeza, y les dijo: «¿Por qué dormís? Levantaos y orad, para no caer en
tentación» (Lc 22,39-46).
,— EL TESTIGO
—,
Me
lo contó mi marido.
Jesús
los tomó aparte a él —a mi Santiago—, a su hermano Juan y a Pedro.
Los
demás dormían ya. Estaban en la ladera del Monte de los Olivos; en un lugar
conocido por todos, al otro lado del torrente. Jesús se alejó un poco de ellos.
Me
dijo Santiago que los invadió una especie de sopor.
Me
dijo también que todos presentían lo peor, pero que no querían comprender. Lo
mejor era adormilarse, como si no pasara nada. Aunque a mí me vienen a la cabeza
los relatos del Antiguo Testamento, que tantas veces hemos escuchado en
la
sinagoga, en los que se dice que, cuando Dios aparece, todo se rodea de nube y los
hombres se llenan de sueño. A lo mejor el sueño era la presencia de Dios, aunque
ellos eran incapaces de notarlo.
Mientras
los tres dormitaban, Jesús oraba.
Estaba
enfermo de angustia. El miedo lo torturaba sin duda. Y luego vino lo demás: la
traición de Judas, la negación de Pedro que Jesús mismo había adivinado...
Y
todos los abandonos... Tengo que reconocer que mi Santiago, que nunca ha sido
un hombre cobarde, aquella noche también le falló. Jesús se quedó solo.
Mi
Santiago me confesó con dolor que fueron incapaces de velar con él. Y eso que
Jesús fue a implorarles repetidamente que lo acompañaran en su sufrimiento, que
no lo abandonaran.
Pero
nada, que ellos fueron incapaces de compartir su angustia y de ver que sudaba sangre.
Hasta
le oyeron decir en una voz más alta de la que se estila para la oración: «Padre,
lo que tú quieras, no lo que yo quiero». Pero no comprendían lo que pasaba.
Mi
Santiago y los otros dos pensaban que Jesús iba a escapar de los jefes judíos o
a convencerlos de su hipocresía, como había hecho en otras ocasiones, dejándolos
en ridículo delante del pueblo, cuando le planteaban preguntas difíciles sobre la Ley.
Los
tres hombres de su confianza se dejaron llevar por el sueño cuando él agonizaba.
A lo mejor si hubiéramos estado las mujeres, nos habríamos dado cuenta del
asunto. A pesar de lo que digan, somos más fuertes, y tenemos un sentido
especial para darnos cuenta de las cosas. ¿Quién sabe...?; igual hubiéramos podido
hacer algo.
Y
vosotros, ¿sois capaces de velar, de estar despiertos para no caer en la
tentación?
Ana,
esposa de Santiago
,— LA ORACIÓN —,
Padre nuestro...
Cristo por
nosotros se sometió
incluso a la
muerte
y una muerte
de cruz.
Hermanos,
decid conmigo:
«¡Bendito
sea!»
[
TERCERA ESTACIÓN
DETENCIÓN
,— LA PALABRA —,
Todavía
estaba Jesús hablando, cuando apareció una turba; iba a la cabeza el llamado Judas,
uno de los Doce. Y se acercó a besar a Jesús.
Jesús le
dijo: «Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?».
Viendo los
que estaban con él lo que iba a pasar, dijeron: «Señor, ¿herimos con la
espada?»
Y uno de
ellos hirió al criado del sumo sacerdote y le cortó la oreja derecha.
Jesús
intervino, diciendo: «Dejadlo, basta».
Y, tocándole
la oreja, lo curó.
Jesús dijo a
los sumos sacerdotes y a los oficiales del templo, y a los ancianos que habían
venido contra él: «¿Habéis salido con espadas y palos como en busca de un
bandido? Estando a diario en el templo con vosotros, no me prendisteis. Pero
esta es vuestra hora y la del poder de las tinieblas» (Lc 22,47-53).
,— EL TESTIGO
—,
Yo fui uno
de los que estuve en Getsemaní cuando el prendimiento de Jesús el Nazareno.
Aquella noche fue una noche más fría de lo que es habitual en primavera aquí en
Jerusalén. Y el cielo estaba lleno de nubes, tanto que la luna llena apenas
podía dejar un manto tenue de resplandor sobre el torrente Cedrón cuando lo
atravesamos. Por eso llevábamos antorchas.
Yo no
conocía al Nazareno. Sólo había oído hablar de él. Sobre todo por boca de la
mujer de un vecino nuestro, que era paralítico. Era paralítico, y dicen que
Jesús lo curó un día que pasó por la
Piscina de Betesda y lo encontró allí, tumbado en el suelo,
como habitualmente se lo podía ver. Bueno, curado está, eso es evidente... pero
si lo curó Jesús o no, y cómo lo hizo, eso yo no puedo asegurarlo. Los jefes
comentaban que Jesús actúa con el poder de Satanás.
Bueno, a
lo que vamos. Yo estaba en la comitiva que venía a detenerlo. Y la verdad es
que la detención fue sencilla. Era como si ya estuviera esperando que
llegáramos; casi se nos adelantó. Uno de su grupo iba con nosotros para
ayudarnos a reconocerlo, pero casi no hizo falta que nos condujera hasta él,
porque Jesús nos salió al paso y nos preguntó que a quién buscábamos.
Algunos
nos sorprendimos de aquello. Cualquiera, habiendo sabido que venían a apresarlo
se habría buscado defensa o se habría escondido. Pero, Jesús estaba allí indefenso
y casi tendiendo las manos para que lo ataran.
Tan sólo
uno de los discípulos, —creo que más tarde lo vi en el patio del palacio— se
envalentonó y nos plantó cara. No sabía muy bien lo que hacía, se veía a todas
luces que no estaba acostumbrado a empuñar un arma; pero en un golpe errático
me partió la oreja con la espada.
Luego
Jesús lo recriminó y él salio huyendo. Igual que todos los otros que estaban con
él allí en el huerto. Jesús no perdió la calma y acercándose me curó. Eso fue
lo que más me impresionó de aquel encuentro.
De ser él,
yo me hubiera defendido, habría pensado en mí; pero no, él, haciendo caso omiso
de lo que pasaba alrededor, se fijó en mí a quien no conocía de nada y que,
además, venía en contra de él. Este Jesús debió ser un hombre excepcional.
Ni
siquiera el Sumo Sacerdote, a quien hace tanto tiempo sirvo, había tenido nunca
conmigo una mirada de compasión como aquella.
Y
vosotros, ¿habéis percibido alguna vez su compasión?
Malco,
criado del Sumo Sacerdote
,— LA ORACIÓN —,
Padre
nuestro...
Cristo por
nosotros se sometió
incluso a la
muerte
y una muerte
de cruz.
Hermanos,
decid conmigo:
«¡Bendito
sea!»
[CUARTA
ESTACIÓN
NEGACIONES
Y BURLAS
,— LA PALABRA —,
Después de
prenderlo, se lo llevaron y lo hicieron entrar en casa del sumo sacerdote. Pedro
lo seguía desde lejos. Ellos encendieron fuego en medio del patio, se sentaron
alrededor, y Pedro estaba sentado entre ellos. Al verlo una criada sentado
junto a la lumbre, se le quedó mirando y dijo: «También este estaba con él».
Pero él lo
negó, diciendo: «No lo conozco, mujer».
Poco
después, lo vio otro y le dijo: «Tú también eres uno de ellos».
Pero Pedro
replicó: «Hombre, no lo soy».
Y pasada
cosa de una hora, otro insistía diciendo: «Sin duda, este también estaba con él,
porque es galileo».
Pedro dijo:
«Hombre, no sé de qué me hablas».
Y enseguida,
estando todavía él hablando, cantó un gallo. El Señor, volviéndose, le echó una
mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había dicho:
«Antes de que cante hoy el gallo, me negarás tres veces».
Y, saliendo
afuera, lloró amargamente.
Y los
hombres que tenían preso a Jesús se burlaban de él, dándole golpes. Y, tapándole
la cara, le preguntaban, diciendo: «Haz de profeta: ¿quién te ha pegado?».
E,
insultándolo, proferían contra él otras muchas cosas (Lc 22,54-65).
,— EL TESTIGO
—,
Me
dormí en el huerto, como los otros dos: ya os lo ha contado antes Ana. Pero es
que, además, luego huí; en realidad huimos todos: me asusté cuando vi a todos
esos hombres con antorchas, palos y espadas. Era demasiada gente. Además, Jesús
se negó a defenderse.
No
me sentía tranquilo. Por eso luego tuve que volver: necesitaba saber qué pasaba.
Y me dirigí a casa del sumo sacerdote.
No
me fue difícil colarme en el patio con los sirvientes, porque teníamos allí
gente conocida. Pero no fui capaz tampoco de defenderlo. No ya ante los capitostes
del pueblo, que eso me estaba vedado; sino ante una muchachita que hacía de
portera en la casa y ante unos cuantos que se calentaban alrededor de un fuego
que habían encendido.
Cada
vez que lo recuerdo y lo relato me duele algo en lo más profundo de mí. No entiendo
cómo pude ser tan cobarde. No solo una vez, sino repetidas veces aquella noche.
Lo dejé solo. Lo abandoné. Negué haberlo jamás conocido y lo hice con violencia
y con acritud. Allí dentro, en el palacio, lo estaban juzgando; pero yo fuera,
en el patio, lo condené. Entonces ya no pude aguantarme más. Salí
corriendo,
necesitaba esconderme y desahogarme. Hubiera querido que me tragase la tierra.
Y lloré amargamente.
Pero
con eso no logré librarme de la pena que me invadía. Jesús me había hecho
llorar muchas veces; y eso que los pescadores somos gente dura. Mas ninguna otra
fue como aquella noche negra.
No
me entra en la cabeza que me encargara después que yo sostuviera la fe de los
otros, cuando le había demostrado que era tan débil y había caído tan bajo.
Pero
así es Jesús, casi siempre se sale de los esquemas que tú tienes. Es especial.
Fue
duro conmigo, pero me trató al mismo tiempo con tanta ternura...
Seguro
que a ti también te ha hecho llorar alguna vez.
Pedro,
el discípulo
,— LA ORACIÓN —,
Padre
nuestro...
Cristo por
nosotros se sometió
incluso a la
muerte
y una muerte
de cruz.
Hermanos,
decid conmigo:
«¡Bendito
sea!»
[
QUINTA ESTACIÓN
INTERROGATORIO
,— LA PALABRA —,
Cuando se
hizo de día, se reunieron los ancianos del pueblo, con los jefes de los sacerdotes
y los escribas; lo condujeron ante su Sanedrín, y le dijeron: «Si tú eres el
Mesías, dínoslo».
Él les dijo:
«Si os lo digo, no lo vais a creer; y si os pregunto, no me vais a responder.
Pero, desde ahora, el Hijo del hombre estará sentado a la derecha del poder de
Dios».
Dijeron
todos:
«Entonces,
¿tú eres el Hijo de Dios?».
Él les dijo:
«Vosotros lo decís, yo lo soy».
Ellos
dijeron: «¿Qué necesidad tenemos ya de testimonios? Nosotros mismos lo hemos
oído de su boca» (Lc 22,66-71).
,— EL TESTIGO
—,
Yo siempre
he estado orgullosa de mi marido. Mi Elías es escriba. Se ha dedicado desde que
era pequeño al estudio y a la enseñanza de la Ley de nuestro pueblo, de la Ley de Dios. Y hoy tiene más
de sesenta años. Ser intérprete y maestro de la Ley es un gran honor: para él y para toda la familia.
Mi hombre
siempre ha sido un hombre justo; por eso el Sanedrín, el Consejo del pueblo, ha
apreciado en toda ocasión escuchar su parecer en los asuntos importantes.
El día que
se reunieron para juzgar a Jesús el galileo, por supuesto, lo llamaron. Pero a
mí me pareció que aquel asunto fue turbio desde el principio. Vinieron a buscar
a mi marido a todo correr. Decían que era algo de importancia capital. «Ha de serlo»,
pensé yo, pues si no, no hubieran venido justo aquel día, que para nosotros era
un día de fiesta. Pero lo que me extrañó de verdad fue el oír comentar que era
para un juicio. Nunca había oído yo hablar de un juico por la noche. Hasta creo
que está prohibido por la Ley :
los juicios tienen que ser siempre de día, en lugar público y con testigos. Yo
no dije nada: las mujeres nunca nos metemos en estas cosas, pero me pareció
raro de verdad.
Mi Elías
vino a casa bien entrada la noche y no quiso hablarme ni una sola palabra de lo
que había pasado. Venía cambiado, contrariado. Me di cuenta sólo con verle la
cara cuando apareció por la puerta: conozco bien a mi marido. Me había quedado
a esperarlo despierta, porque no lograba conciliar el sueño después de su salida
presurosa.
Al día
siguiente salió de madrugada. Se pasó toda la noche dando vueltas en la estera,
como si estuviera esperando con ansias a que entrara el primer rayo de sol por
la ventana del patio. Y se fue igual, sin decir ni media palabra.
Después me
enteré de lo ocurrido. Lo contaron las mujeres en la fuente.
Tras la
muerte de Jesús pasamos una mala racha en casa. Elías perdió su buen ánimo y
andaba siempre cabizbajo y pensativo. Le molestaba incluso que nuestros niños se
le acercaran y le pidieran jugar con él. Nunca más volvió a presentarse en las reuniones
del Sanedrín.
Ahora
parece que algo ha empezado ya a cambiar. Lía, la vecina, que es de los de Jesús,
nos invitó a ir a la reunión que ellos hacen el domingo. Mi marido estuvo todo
el tiempo llorando: yo nunca lo había visto llorar. Pero ha encontrado alivio.
Y seguimos yendo a las reuniones a partir el pan.
Seguro que
vosotros que me escucháis también vais a las reuniones del domingo para sentir
su presencia y su fuerza y para agradecer su entrega.
Salomé,
mujer de Elías el escriba
,— LA ORACIÓN —,
Padre
nuestro...
Cristo por
nosotros se sometió
incluso a la
muerte
y una muerte
de cruz.
Hermanos,
decid conmigo:
«¡Bendito
sea!»
[
SEXTA ESTACIÓN
JUICIO
,— LA PALABRA —,
Y
levantándose toda la asamblea, lo llevaron a presencia de Pilato. Y se pusieron
a acusarlo, diciendo: «Hemos encontrado que este anda amotinando a nuestra
nación, y oponiéndose a que se paguen tributos al César, y diciendo que él es
el Mesías rey».
Pilato le
preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?».
Él le
responde: «Tú lo dices».
Pilato dijo
a los sumos sacerdotes y a la gente: «No encuentro ninguna culpa en este
hombre».
Pero ellos
insistían con más fuerza, diciendo: «Solivianta al pueblo enseñando por toda
Judea, desde que comenzó en Galilea hasta llegar aquí».
Pilato, al
oírlo, preguntó si el hombre era galileo; y, al enterarse de que era de la
jurisdicción de Herodes, que estaba precisamente en Jerusalén por aquellos días,
se lo remitió (Lc 23,1-7).
,— EL TESTIGO
—,
Cuando me
trajeron a aquel reo, me fastidió. No me interesaba demasiado el asunto.
No era más
que un perturbador, un agorero insignificante más entre los muchos que de vez
en cuando surgían en aquel pueblo fanático, defensor a ultranza de los derechos
de su Dios. A mí no me importaba.
Pero los
jefes judíos estaban alterados; y no había necesidad, justo ahora en Pascua, de
tener un altercado. Yo estaba para garantizar el orden público, que es el romano.
Si quitar a ese profeta de enmedio satisfacía a las autoridades de Israel y
creaba calma, ¿por qué no condenar a este hombre? Al fin y al cabo no era nada
más que un hombre. Otro galileo agitador. Uno más.
En muchas
ocasiones había yo interrogado a un acusado. Pero aquella vez fue distinta.
No me
sentía a gusto. Él estaba allí, alto, delante de mí. Tenía —la verdad es que no
sé por qué— la impresión de que estaba por encima de mí. Como si dominara la situación,
que por fuerza debía ser trágica para él. Yo necesitaba sentirme fuerte, seguro
de mí. Y en modo alguno transparente. El gobernador era yo. Era yo el que mandaba.
El juez era yo.
Era
preciso que me temiera, que no supiera lo que yo pensaba. Mas ese Jesús tenía trazas
de penetrar los corazones: me sentí juzgado por él. Me invitó a reconocer que yo
no sabía nada de la verdad de la vida.
«¿Qué es
la verdad»?, le pregunté.
Me pareció
que veía mucho más lejos que yo. Como me dijeron que era Galileo, y Herodes
estaba entonces en la ciudad, se se ocurrió mandarlo a él. Al fin y al cabo el
responsable de los Galileos era Herodes.
Además, a
mí esos asuntos de la religión de los judíos me dan dolor de cabeza. Seguro que
el rey Herodes iba a saber hacer un trato con los jefes religiosos de su
pueblo, puesto que se trababa de cosas de religión.
Por
desgracia no fue así, porque Herodes me lo mandó de vuelta y dejó en mis manos el
problema.
Con
vergüenza tengo que reconocer que los ancianos del pueblo me ganaron la partida.
Soliviantaron al pueblo y me presentaron una acusación política. Yo sabía que
no era verdad, que aquel hombre no era un terrorista ni pretendía hacer frente
al emperador ni a Roma: no había nada más que mirarle la pinta. Pero no pude
hacer nada. Me lavé las manos en todo este asunto.
Pero sé que,
a pesar de todo, no pude quedarme al margen: desde entonces el mundo entero me
juzga por ello.Seguro que también vosotros lo hacéis; pero, ¿sabéis que? Que
sois unos hipócritas, porque vosotros, a pesar de decir que sois discípulos
suyos, también os laváis muchas veces las manos.
Pilato,
gobernador.
,— LA ORACIÓN —,
Padre
nuestro...
Cristo por
nosotros se sometió
incluso a la
muerte
y una muerte
de cruz.
Hermanos,
decid conmigo:
«¡Bendito
sea!»
[
SÉPTIMA ESTACIÓN
PANTOMIMA
,— LA PALABRA —,
Herodes, al
ver a Jesús, se puso muy contento, pues hacía bastante tiempo que deseaba
verlo, porque oía hablar de él y esperaba verle hacer algún milagro. Le hacía
muchas preguntas con abundante verborrea; pero él no le contestó nada.
Estaban allí
los sumos sacerdotes y los escribas acusándolo con ahínco.
Herodes, con
sus soldados, lo trató con desprecio y, después de burlarse de él, poniéndole
una vestidura blanca, se lo remitió a Pilato. Aquel mismo día se hicieron
amigos entre sí Herodes y Pilato, porque antes estaban enemistados entre sí (Lc
23,8-12).
,— EL TESTIGO
—,
Cuando
me avisaron de que Pilato me había mandado a Jesús el Nazareno me gustó la idea
de recibirlo en mi casa. Hacía ya tiempo que tenía ganas de verlo, porque,
después de lo del Bautista, había oído hablar mucho de él y de sus milagros.
Aunque
la verdad es que, después de todo, el profeta me defraudó nada más verlo. Yo
esperaba un hombre con más presencia y verbo, pero se mantuvo callado ante mí y
para nada tenía el aspecto de un hacedor de prodigios o del hombre extraordinario
del que la gente hablaba.
Se
veía que lo habían maltratado y comprendí que Pilato me lo mandó para quitarse
un problema de encima: seguro que los sanedritas estaban detrás de aquello. Así
que mandé al Nazareno de vuelta a Pilato, dejándole claro que yo no tenía nada
que hacer. Y aproveché para mandarle un mensaje. Lo vestí con una toga blanca,
como la que llevan los magistrados romanos. Seguro que Pilato comprendió la
ironía, porque luego me contaron que él a su vez, cuando presentó a Jesús al
pueblo, le puso un manto de púrpura como el que usamos nosotros, los grandes
judíos, para devolverme el mensaje.
Los
dos aceptamos el mutuo reto con sentido del humor y a partir de entonces, aunque
nos seguimos guardando el aire, podemos relacionarnos de manera más fluida. Así
que para algo nos sirvió el episodio del juicio del Nazareno.
De
todas formas hoy sigue siendo para mí una incógnita la razón por la que Jesús
se presentó a mí como se presentó: por qué su silencio, por qué renunció a defenderse.
La gente decía maravillas de él, y hasta Juan el Bautista le tenía reverencia, que
en más de una ocasión me lo manifestó.
Creo
que nunca llegaré a comprender el misterio de ese hombre.
No
sé si vosotros, los que después de pasar veinte siglos lo confesáis Hijo de Dios,
habéis comprendido su misterio o hacéis por dónde.
Herodes,
tetrarca de Galilea
,— LA ORACIÓN —,
Padre
nuestro...
Cristo por
nosotros se sometió
incluso a la
muerte
y una muerte
de cruz.
Hermanos,
decid conmigo:
«¡Bendito sea!»
[
OCTAVA ESTACIÓN
CONDENA
,— LA PALABRA —,
Pilato,
después de convocar a los sumos sacerdotes, a los magistrados y al pueblo, les
dijo: «Me habéis traído a este hombre como agitador del pueblo; y resulta que
yo lo he interrogado delante de vosotros y no he encontrado en este hombre
ninguna de las culpas de que lo acusáis; pero tampoco Herodes, porque nos lo ha
devuelto: ya veis que no ha hecho nada digno de muerte. Así que le daré un
escarmiento y lo soltaré».
Ellos
vociferaron en masa: «¡Quita de en medio a ese! Suéltanos a Barrabás».
Este había
sido metido en la cárcel por una revuelta acaecida en la ciudad y un homicidio.
Pilato volvió a dirigirles la palabra queriendo soltar a Jesús, pero ellos
seguían gritando: «¡Crucifícalo, crucifícalo!».
Por tercera
vez les dijo: «Pues ¿qué mal ha hecho este? No he encontrado en él ninguna
culpa que merezca la muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré».
Pero ellos
se le echaban encima, pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo su
griterío. Pilato entonces sentenció que se realizara lo que pedían: soltó al
que le reclamaban (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y
a Jesús se lo entregó a su voluntad (Lc 23,13).
,— EL TESTIGO
—,
El
oficio de un carpintero es trabajar la madera. Pero preparar un madero
horizontal para cargarlo a los condenados que ni siquiera conozco y luego
colgarlo
en
otro vertical para poner fin a una cruel tortura... eso no me agradó nunca. Me veía
obligado por las autoridades... y por la necesidad: soy padre de familia y
muchas veces faltan los recursos.
Me
gusta mi trabajo. La madera está al servicio del hombre para su uso, para su descanso
y para su mesa. El árbol es el que lo protege del sol o de la lluvia. Es el alimento
del fuego que le da poder y abrigo. Y yo, yo he estado siempre molesto cuando
he recibido el encargo de fabricar un instrumento de tortura; el madero sobre
el que iba a agonizar un crucificado con un tormento atroz.
Tres
hombres cargaron sobre sus espaldas el madero de su cruz aquella mañana. Se había
corrido la voz de que iban a ajusticiar a Jesús Barrabas, un terrorista que
había
asestado algunos duros golpes a los romanos. Pero extrañamente fue otro Jesús
el que cogió su cruz. Parece que al final al bandolero lo soltaron.
Este
otro Jesús se agarró a su madero como si esperara ese instante; como si tuviera
algún sentido llevar encima esa cruz cruel e infamante.
Aquel
día tome la decisión. No iba a fabricar más cruces; aunque me faltara el pan
que echarme a la boca no quise ser ni una sola vez más partícipe de la muerte de
la gente de mi pueblo, inocentes o no.
Pensadlo,
porque esta decisión no se puede estar aplazando una y otra vez. O estás a
favor de la vida o estás en contra de ella. Y es preciso asumir las
consecuencias de la propia decisión.
Jonatán,
el carpintero
,— LA ORACIÓN —,
Padre
nuestro...
Cristo por
nosotros se sometió
incluso a la
muerte
y una muerte
de cruz.
Hermanos,
decid conmigo:
«¡Bendito
sea!»
[
NOVENA ESTACIÓN
AYUDA
,— LA PALABRA —,
Mientras lo
conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y
le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús (Lc 23,26).
,— EL TESTIGO
—,
Yo
venía de camino a mi casa; regresaba del campo después de hacer mis tareas habituales,
cansado por el trajín del día; volvía con el paso lento y la respiración pausada:
¡qué día tan agotador! Yo soy un hombre duro, pero aquel era uno de esos días
en los que uno quiere llegar pronto a casa y cobijarse en el calor del hogar.
Además, la familia estaba esperando para la Pascua... No era aún
mediodía, pero el cielo había empezado a ponerse gris.
Llegando
a la ciudad, se escuchaba el rumor de la gente; era lógico: todo el mundo
estaba preparando la fiesta...
Seguí
caminando hacia la puerta de la ciudad y entonces me di cuenta que el barullo
era por otra causa. De repente, sin comerlo ni beberlo me vi implicado en algo
que nunca pude imaginar: los soldados romanos estaban sacando a tres hombres y
los llevaban al Gólgota para ajusticiarlos. Me obligaron, literalmente, a
cargar la cruz de uno de ellos, que no podía ya ni tirar de sí mismo.
Me
llené de ira por dentro. ¡Yo llevar una cruz! ¿por qué? ¿qué tenía yo que ver
con ese hombre? Que la llevara él, ¿no era suya? Me inundé de coraje por
dentro, os he dicho. Sí, por dentro, porque ¿quién se atrevía a protestarle a
los soldados?
Cogí
el madero de mala gana y me metí en la comitiva. Miré entonces la tablilla que
el reo llevaba colgada del cuello: «Jesús el Nazareno, el rey de los judíos»; eso
era lo que decía.
Entonces
me estremecí. «Jesús el Nazareno...» ¿Sería él? Si era, estaba irreconocible, con
un casco de espino sobre la cabeza y el rostro ensangrentado. Su espalda debía
estar en carne viva a juzgar por las manchas de sangre de su túnica; y andaba
encorvado sobre sí mismo. ¿Sería él?
Eché
a caminar deprisa delante de él, como para acabar cuanto antes. Después de unos
pasos no pude evitar volver la cabeza. Entonces pude verle en sus ojos un gesto
de agradecimiento. ¡Era él! ¿Cómo podía ser? ¿Por qué lo llevaban a matar? Era
el nazareno con el que estuvimos en el Lago de Galilea cuando fuimos a ver a
los parientes de Cafarnaún. Aquel era un hombre bueno. Sus palabras eran palabras
de aliento y de gozo y hasta hizo posible que la multitud que estuvimos aquel
día escuchándolo no nos fuéramos a casa sin comer nada. La gente dice que fue
un milagro.
¿Qué
había pasado? ¿Por qué lo condenaban? ¿Qué había hecho? ¿Y el letrero de la tablilla...?
No
era tiempo de preguntas. Me volví hacia atrás y rodeé su cintura con mi brazo
para tirar de él y hacerle más llevadera la subida.
No
ha habido ni un solo día de mi vida en que no haya recordado aquel momento. Sigo
siendo un hombre pobre. No tengo sino mis manos para trabajar. Pero estoy
orgulloso de haberles dejado a mis hijos Alejandro y Rufo esta herencia: la de
haber sido quien ayudó a Jesús.
Simón,
un campesino
,— LA ORACIÓN —,
Padre
nuestro...
Cristo por
nosotros se sometió
incluso a la
muerte
y una muerte
de cruz.
Hermanos,
decid conmigo:
«¡Bendito
sea!»
[
DÉCIMA ESTACIÓN
COMPASIÓN
,— LA PALABRA —,
Lo seguía un
gran gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban
lamentos por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén,
no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que
vienen días en los que dirán: "Bienaventuradas las estériles y los
vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado". Entonces
empezarán
a decirles a
los montes: "Caed sobre nosotros", y a las colinas:
"Cubridnos"; porque, si esto hacen con el leño verde, ¿qué harán con
el seco?".»
Conducían
también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con él (Lc 23,27-32).
,— EL TESTIGO
—,
Se
dice que las mujeres no saben más que llorar. Pero no veo qué otra cosa podíamos
hacer. Eramos seos o siete. Vecinas todas. Salimos a la puerta para ver el cortejo
que conducía a Jesús hasta el lugar del suplicio. Curiosas, quizás, pero sólo
al principio. Una que estaba en el grupo, pasó por en medio de los soldados para
ir a limpiar el rostro de aquel a quien todos insultaban. Aún no me explico cómo
pudo saltar la barrera que hacían los soldados. Ella lo conocía. Después nos
habló
de él, de las cosas que Jesús decía.
Nos
contó que la había curado de su mal de flujo de sangre, un mal que había arrastrado
durante muchos años. Nos habló de la ternura que le mostró, cuando, asustada,
se acercó apretada por el gentío para tocarle el manto a Jesús con la confianza
de que saliera de él la fuerza de Dios para curarla. ¡Qué extraño misterio que
aquel que tanta compasión derrochó con ella se viera ahora maltratado y
despreciado de ese modo. ¡Qué rara paradoja que aquel que secó la fuente de su
hemorragia, precisase ahora de ella para enjugar su sangre! Y qué extraño misterio
que aquel que había sido su médico necesitase entonces de su atención y de su
lienzo.
Cuando
ella se acercó a enjugarle el rostro, Jesús la miró con reconocimiento.
Luego
Jesús se dirigió a nosotras. No logré entender entonces todo lo que dijo. Creo
que nos reprochó nuestras lágrimas. Que anunció una catástrofe. Que nos
profetizó que íbamos a llorar por nuestros maridos y por nuestros hijos. Y no
me atreví a preguntar a las otras para saber más. Sentí que aquello era todo
una locura y pensé que hubiera sido mejor no estar allí en la casa aquella mañana.
Hubiera sido mejor estar en la fuente o en el lavadero, me dije.
Cuando
pasaron unas semanas, Verónica nos invitó donde los apóstoles y nos hicimos de
los suyos.
Sólo
entonces, en la comunidad, comprendí el sentido de tanto sinsentido.
Si
tienes muchas preguntas acércate a los nazarenos, entra en el grupo de los que
lo
siguen, porque el Señor, aunque no responde a todas las preguntas, al menos alivia
la urgencia del interrogante.
Sara,
una mujer de Jerusalén
,— LA ORACIÓN —,
Padre
nuestro...
Cristo por
nosotros se sometió
incluso a la
muerte
y una muerte
de cruz.
Hermanos,
decid conmigo:
«¡Bendito
sea!»
[
UNDÉCIMA ESTACIÓN
CRUCIFIXIÓN
,— LA PALABRA —,
Y cuando
llegaron al lugar llamado «La
Calavera », lo crucificaron allí, a él y a los malhechores,
uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque
no saben lo que hacen».
Hicieron
lotes con sus ropas y los echaron a suerte. El pueblo estaba mirando, pero los
magistrados le hacían muecas, diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí
mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido».
Se burlaban
de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo:
«Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».
Había
también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos» (Lc 23,33-38).
,— EL TESTIGO
—,
Seguí el
mismo camino que él, ese camino atroz. Cuando un hijo sufre hasta este punto,
la obligación de una madre es estar con él. Él había dicho: «El que quiera ser mi
discípulo, que me siga». Y yo soy madre, pero también discípula; que los otros
discípulos, tan queridos por mi Hijo, es como si fueran hijos míos.
Los golpes
y los insultos, las caídas y los clavos. Todo lo sentí en mi carne, en mi corazón.
Me partió el alma su desnudez y la vergüenza con que lo afrentaron. Me rompieron
el corazón las burlas de los que lo miraban con desprecio y se mofaban de él.
¿Qué necesidad había de causarle más dolor, tal y como ya estaba, colgado de la
cruz? ¿Por qué lo castigaban tan cruelmente, si mi Hijo sólo había hecho cosas buenas?
Yo lo
miraba con cariño y con ternura. Y con dolor profundo, clavado en el alma, como
un puñal. A distancia, porque no nos dejaban acercarnos demasiado.
Era tanto
mi dolor que no había en mis entrañas lugar para la ira. «¡Qué se acabe! ¡Que
se acabe!» esa era la petición que resonaba en mi mente.
Tenía
miedo de agravar sus sufrimientos, si dejaba aparecer mi angustia. Pues la confianza
se mezclaba dentro de mí con el terror.
Aprendí de
él el perdón. Pero aquellas palabras de perdón que pronunció con esfuerzo en lo
alto del madero para exculpar a sus verdugos tenían mucho de sobrehumano. Los
hombres no saben, no pueden hacer eso. Cuando más derrotado estaba mi Hijo, más
lleno de Dios se mostró. Cuando había bajado hasta el fondo de la miseria
humana, más manifiesta puede ver su grandeza. Cuando más hundido en cieno, más
brillante aparecía su dignidad.
Poco antes
del fin me confió a su discípulo más querido, dándomelo como hijo a quien
querer. Desde entonces ya siempre estuvimos juntos. Me hice la madre de todos
ellos, del grupo entero: es lo que entendí que mi Hijo me pedía.
Me mantuve
de pie, abrumada pero voluntariosa, con las otras mujeres del grupo, lo más
cerca de él que nos permitieron los soldados. Pero luego, cuando todo se hizo
oscuridad por dentro y por fuera, cuando lo recibí muerto en mis brazos, sentí
que se me venía el mundo encima. Que todo había sido en vano. Que me lo habían
quitado para siempre y
que habían
rechazado su bondad. ¡Me costó —nos costó a todos— tanto trabajo entenderlo
todo!
En vuestro
dolor, hijos míos, no desfallezcáis, confiad siempre contra toda esperanza.
María,
madre de Jesús
,— LA ORACIÓN —,
Dios te
salve, María...
Cristo por
nosotros se sometió
incluso a la
muerte
y una muerte
de cruz.
Hermanos,
decid conmigo:
«¡Bendito
sea!»
[
DUODÉCIMA ESTACIÓN
MISERICORDIA
,— LA PALABRA —,
Uno de los
malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías?
Sálvate a ti mismo y a nosotros».
Pero el
otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios,
estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque
recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada
malo»
Y decía:
«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino».
Jesús le
dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,39-43).
,— EL TESTIGO
—,
No
sabría ahora decir con certeza si fui un ladrón o un revolucionario que odiaba con
todo el corazón a los invasores romanos. Probablemente las dos cosas. Seguro
que les di motivos para tratarme de aquel modo. Así eran las cosas... Y yo
lo
sabía de antemano. No quiero discutir mi condena. Con todo, yo no merecía la
muerte.
¿Quién puede merecerla?
Además,
me la adelantaron. A mí y al otro que ajusticiaron con nosotros. No nos tocaba
todavía, pero los soldados querían dar un escarmiento y escenificaron su
macabro teatro. Jesús se había proclamado rey; y allí lo pusieron en su trono
—la cruz— y con su corona —de espinas—, con el letrero encima, para que quedara
bien claro. Y nosotros dos a sus dos lados, en nuestros respectivos «tronos»
como primeros ministros de su corte. El pueblo entendía muy bien la lección:
así trata Roma a los que cuestionan la autoridad del César.
Dicen
que cuando vas a morir pasan por delante de ti, en rápido cortejo, todos los episodios
de tu vida. Al menos en mi caso fue cierto, a pesar del dolor y de la rabia.
Pero a pesar de todo, en el corto rato de la agonía comprendí muchas cosas.
Simplemente con mirar a Jesús y escucharlo. En modo alguno tenía sitio entre
nosotros, pero no quiso rechazar este lugar. Era un hombre libre. Estaba por
encima de los que le hacían sufrir.
No
quise consentir que el otro ajusticiado lo insultara. Pero Jesús, como si
estuviera por encima de todos los insultos, no se defendió. Y pronunció
palabras de perdón para los que estaban abajo mofándose.
A
mí me dijo palabras que me dejaron reconfortado, que me caldearon el corazón, como
si mi madre hubiera venido a abrazarme: «Hoy estarás conmigo en el reino de la
paz».
Sentí
que me daban un regalo que yo no merecía, que no me había ganado ni podría
ganar hiciera lo que hiciera en la vida.
Seguro
que la gente que estaba aquella tarde allí no fue capaz de entenderlo; puede
que tú tampoco hoy; pero, ahora que se ha abierto para mí la puerta de la vida,
comprendo que morir a su lado fue un privilegio que inmerecidamente se me concedió.
Dimas,
un condenado a muerte
,— LA ORACIÓN —,
Padre
nuestro...
Cristo por
nosotros se sometió
incluso a la
muerte
y una muerte
de cruz.
Hermanos,
decid conmigo:
«¡Bendito
sea!»
[
DECIMOTERCERA ESTACIÓN
MUERTE
,— LA PALABRA —,
Era ya como
la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta la hora
nona, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús,
clamando con voz potente, dijo: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Y,
dicho esto, expiró.
El
centurión, al ver lo ocurrido, daba gloria a Dios, diciendo: «Realmente, este hombre
era justo».
Toda la
muchedumbre que había concurrido a este espectáculo, al ver las cosas que
habían ocurrido, se volvía dándose golpes de pecho. Todos sus conocidos y las
mujeres que lo habían seguido desde Galilea se mantenían a distancia, viendo
todo esto (Lc 23,44-49).
,— EL TESTIGO
—,
Estar
encargado de llevar a buen término una crucifixión, ¡qué sucia faena! Hundir
los clavos en las muñecas y en los pies, salpicarse de sangre y lágrimas, y oír
dentro de mi cabeza esta queja profunda, triste, que he escuchado durante años,
incluso cuando estoy tranquilo en casa con mi esposa... ¡Llevo grabada en la mente
esa queja!
Jesús
no gritó, como los otros. Me miró, y en ese momento, comprendí que su condena
era una injusticia. Y me pregunté si no lo habrían sido las de tantos a los que
yo había visto morir ante mis propios ojos.
Aquel
ajusticiado puso en tela de juicio todas mis ideas de la justicia. Su dignidad me
hizo sentir que toda mi vida había sido un fracaso, puesta al servicio de la opresión
y de la muerte.
Aquel
hombre despojado de toda dignidad, hizo aflorar en mí la poca dignidad que aún
quedaba en algún resquicio de mi corazón. Y desde entonces, ya no puede ser el
mismo.
Me
vi obligado, por una orden, a hundirle la lanza hasta el corazón. De hecho no habría
sido necesario, porque ya estaba muerto: el castigo que le habíamos infligido había
ido más allá de lo estipulado.
Aún
así sentí que al abrir la herida en aquel costado muerto salió de él la vida. Puede
que os parezca locura, pero eso fue lo que sentí: como si el aliento de la vida
me soplara con fuerza.
Mis
soldados no quisieron romper su túnica. La echaron a suerte. Las demás pertenencias
del ajusticiado se las repartieron jugando a los dados. Yo los miraba con
tristeza y con rabia...
La
historia ha sido cruel cuando ha juzgado a los soldados romanos de la época, pero
la verdad es que dimos razón suficiente para ese juicio.
Al
fin, no pude aguantarme más. Y grité —aún no me explico por qué, porque yo no
conocía aún a Dios— que aquel hombre era un inocente, un hijo de Dios.
Nadie
me contradijo, nadie se rió de mí. Nadie asintió. Pero os juro que me
escucharon todos.
¡Ese
Jesús a quien habíamos torturado era más grande que la tortura! Se pueden clavar
las manos y los pies. Pero no se clava la libertad. El amor no puede ser crucificado,
no puede matarse.
Longinos,
centurión romano
,— LA ORACIÓN —,
Padre
nuestro...
Cristo por
nosotros se sometió
incluso a la
muerte
y una muerte
de cruz.
Hermanos,
decid conmigo:
«¡Bendito
sea!»
[
DECIMOCUARTA ESTACIÓN
SEPULTURA
,— LA PALABRA —,
Había un
hombre, llamado José, que era miembro del Sanedrín, hombre bueno y justo (este
no había dado su asentimiento ni a la decisión ni a la actuación de ellos); era
natural de Arimatea, ciudad de los judíos, y aguardaba el reino de Dios. Este
acudió a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Y, bajándolo, lo envolvió en una
sábana y lo colocó en un sepulcro excavado en la roca, donde nadie había sido
puesto todavía.
Era el día
de la Preparación
y estaba para empezar el sábado. Las mujeres que lo habían acompañado desde
Galilea lo siguieron, y vieron el sepulcro y cómo había sido colocado su
cuerpo. Al regresar, prepararon aromas y mirra. Y el sábado descansaron de
acuerdo con el precepto (Lc 23,50-56).
,— EL TESTIGO
—,
La
gente decía que yo era «justo»: a la vez honrado y temeroso de Dios. Yo nunca
me tuve por tanto. Pero, de verdad, tenía horror a las malversaciones, a las
hipocresías y a los abusos de poder. Y os confieso que me tuve que tragar muchos.
Jesús
era manifiestamente inocente. Una inocencia envidiada, odiada, molesta. Su ejecución
como si fuera un vulgar malhechor me sublevó. Pero me faltó valor para oponerme
más de lo que lo hice. O no pude. No lo sé muy bien...
Luego
cuando, desde lejos, lo vi morir, me di cuenta de que no podía consentir que el
cuerpo de Jesús permaneciera colgado durante el sábado. Reclamé su cuerpo. Me
lo concedió Pilato. Menos mal que los jefes, una vez que habían conseguido su
propósito, se fueron y perdieron todo su interés por Jesús.
Yo,
con algunos amigos de Jesús —no penséis que muchos— y con su madre y las otras
mujeres, transportamos ese cuerpo cubierto de llagas hasta la sepultura que yo
me tenía reservada.
El
sepulcro estaba cerca, muy cerca. Suerte que yo lo había comprado para mí y nadie
había sido enterrado en él todavía, porque si no, no se nos hubiera permitido ponerlo
allí a él, muerto como un maldito de Dios, junto con los cuerpos de los fieles
del Señor.
¡Qué
duro meter en el propio sepulcro a una persona que por ley de vida tendría que
permanecer mientras uno se va!
Fue
como un presentimiento, podréis pensar que estúpido —yo sé hoy que no lo es—:
Jesús moría en puesto de mí; quizá en puesto de todos nosotros.
¡Qué
vacío nos quedó cuando la piedra cerró la entrada de la tumba! ¡Y Jesús en la
oscuridad de la noche, en las tinieblas, en los infiernos! Jesús en lo más
hondo del universo humano.
Solo
algunos días después pudimos entender las palabras que él mismo había dicho a
los discípulos y que yo pude oírles repetir a ellos como sonámbulos aquel
sábado fatídico: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no da fruto,
pero si muere da fruto abundante»
José
de Arimatea
,— LA ORACIÓN —,
Padre
nuestro...
Cristo por
nosotros se sometió
incluso a la
muerte
y una muerte
de cruz.
Hermanos,
decid conmigo:
«¡Bendito
sea!»
,— LETANÍA —,
¡MÍRANOS CON
MISERICORDIA!
Jesús,
Cristo de la Noche
Oscura.
Jesús, Hijo
de Dios.
Jesús, hijo
del hombre.
Jesús, hijo
de David.
Jesús, hijo
de María Virgen.
Jesús,
Dios-con-nosotros.
Jesús,
ungido por el Espíritu.
Jesús,
hermano nuestro.
Jesús, sol
de justicia.
Jesús, luz
del mundo.
Jesús, sal
de la tierra.
Jesús,
príncipe de la paz.
Jesús,
obediente al Padre.
Jesús,
camino cierto.
Jesús,
verdad completa.
Jesús, vida
eterna.
Jesús,
palabra de vida.
Jesús, pan
de vida.
Jesús, buen
pastor.
Jesús, vid verdadera.
Jesús,
viñador solícito.
Jesús,
maestro bueno.
Jesús,
profeta de la nueva alianza.
Jesús,
siervo doliente y obediente.
Jesús, rey
del nuevo reino.
Jesús, rey
de reyes.
Jesús, Señor
de los señores.
Jesús,
sacerdote único.
Jesús,
fortaleza de los débiles.
Jesús, manso
y humilde de corazón.
Jesús,
cordero inocente.
Jesús, grano
de trigo.
Jesús,
puerta del redil.
Jesús,
piedra angular.
Jesús,
testigo fiel.
Jesús, juez
justo.
Jesús, alfa
y omega.
Jesús, a y
zeta.
Jesús,
principio y fin.
,— CONCLUSIÓN
—,
Señor Jesús,
hemos recorrido contigo el camino de la cruz y te hemos depositado en el
sepulcro.
Hemos
escuchado a los testigos que presenciaron aquel camino infame, aquel
acontecimiento único, aquella misericordia inefable.
Queremos
escuchar también a los otros testigos, a los de hoy, a los que tienen los ojos
abiertos para percibir que tu pasión no ha terminado todavía.
Y hemos
recordado que nosotros somos también testigos, ¡tenemos que serlo!: El mundo
nos necesita.
Como las
mujeres y los discípulos, estamos a veces desanimados y sin aliento.
Convéncenos
de que la cruz es el trono en el que reina el amor.
Convéncenos
de que el sepulcro es semillero de esperanza.
Haznos
descubrir tu resurrección y tu presencia en todos los momentos de la vida y
especialmente en los de dificultad.
Tú que vives
y reinas Por los siglos de los siglos.
Amén.
,— SIGNO —,
Bendito
seas, Dios nuestro, que todo lo llenas con tu bendición; dígnate conceder a
estos hijos tuyos [ de la
Cofradía Penitencial del Cristo de la Noche Oscura que al
comer estos panes, después de haber realizado su viacrucis, reciban con
abundancia tu gracia y comprendan que el verdadero alimento de los creyentes es
hacer siempre tu voluntad y vivir según la ley de Cristo, que vive y reina por
los siglos de los siglos.
Amén.
Jesús se
entregó a la cruz porque sabía lo que quería: quería cumplir la voluntad de su
Padre.
«Mi alimento
es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34).
Nuestro
alimento es también hacer la voluntad de Padre.
Te van a
regalar un pan. Cómetelo. Pero con cuidado.
Es un
pan-signo.
Es un
pan-recordatorio.
Es un
pan-timbre.
Para que te
acuerdes de que lo que te alimenta no es el pan, sino la Palabra de tu Padre Dios:
escucharla y
cumplirla.
Dentro de
ese pan te vas a encontrar la
Palabra , la
Voluntad y el Mandato.
¿Serás capaz
de alimentarte o te quedarás desnutrido aunque te comas el pan?